Muy Santísimo Padre,
Le escribo para agradecerle su próxima visita a Cuba. Alienta mucho saber que usted va a visitar once millones de presos. Al fin y al cabo, la isla entera es una cárcel en la cual todos sus habitantes están presos.
Le escribo no solamente como cubano, pero también como miembro de su rebaño y como catedrático y hombre de letras. El profesorado que ejerzo aquí en la Universidad de Yale - plaza nombrada en honor al primer capellán católico de Yale - es la Cátedra de Estudios Católicos. Por extraño que parezca, muchos en esta universidad sumamente laica creen que yo soy su nuncio y que estoy en contacto continuo con usted sencillamente porque ocupo esta Cátedra Católica.
Así que ahora, por fin, estoy haciendo lo que ellos creen que hago con frecuencia, y le escribo.
Todos los que están presos en Cuba necesitan su visita, desesperadamente. Su presencia física les elevará el espíritu, y les dará un vistazo al mundo que existe más allá de la muralla de agua salada de esa cárcel, quizás hasta un vislumbre al mismo Reino del Cielo, sobre todo cuando usted haga presente a Cristo entre ellos al celebrar el sagrado sacrificio de la Misa.
Por supuesto que usted tendrá que reunirse con los tiranos, carceleros y verdugos. Eso es inevitable. Poco ha cambiado desde que Nuestro Señor dijo, “Os envío como ovejas en medio de lobos”. Lo más seguro es que los tiranos y sus secuaces vayan a la Misa, tal como asistieron cuando su antecesor el Venerable Juan Pablo II visitó la isla hace ya unos años.
Esos hombres también lo necesitan a Ud., al modo retorcido de ellos. Ellos esperan que su visita les preste un aura de legitimidad, les traiga plata, y que engañe al mundo a creer que al fin y al cabo no son tiranos.
Muchos de sus antecesores han bregado con tales hombres, y bajo peores circunstancias. Nosotros los cubanos sabemos que para usted tales momentos no serán fáciles. Pero nuestras oraciones lo acompañarán a cada paso y a cada apretón de manos. Y tenemos la certeza que el Espíritu Santo le ayudará a portarse con estos lobos como Nuestro Señor Jesucristo nos aconsejó hace casi dos mil años atrás, cuando les dijo a sus discípulos que fueran “prudentes como serpientes y sencillos como palomas.”
Solamente tengo una cosa que rogarle: por favor, reúnase con las Damas de Blanco durante su visita a Cuba. Ellas mismas se lo han pedido, a través de su Nuncio Monseñor Bruno Musaro, con el cual se reunieron unas semanas atrás. Bendígalas con su presencia, por favor, muy Santo Padre. Ellas son asombrosamente valientes; pero, sometidas como están al continuo abuso físico y mental, y a la amenaza constante a prisión o muerte, necesitan abrumaduramente su bendición.
Como ya usted bien sabe, con frecuencia las atacan y golpean y se les impide que vayan a la iglesia; a veces hasta las han atacado estando dentro de las iglesias. Están viviendo el evangelio, a gran costo, arriesgando sus vidas por su hermandad. Como la cananea que le gritó a Jesús, “¡Señor, socórreme!”, o como la mujer que tocó el ruedo de Jesús con la esperanza de que El la curase, ellas aspiran, llenas de fe, suplicando contra toda probabilidad. En una isla donde a todos se les ha convertido en pordioseros, ellas suplican por el más raro y valioso don de todos: Su presencia.
Y, oh, ¡qué imagen sería esa para el mundo entero! El Vicario de Cristo y las Damas de Blanco juntos. Qué sacudida para los sentidos: una imagen tan inesperada, que podría restaurarle la vista a los que ciega el odio, tal vez, o que detenga el desangre que ha estado manchando la hermosa isla prisión desde hace demasiado tiempo. Hasta tal vez saldrán en fuga los demonios.
Su poder como Vicario de Cristo es único. Usted impone la atención mundial. Usted sirve como la conciencia del mundo. Su reconocimiento público de las Damas de Blanco podría cambiar el curso de la historia. Ellas rezan por ello; todos también rezamos con ellas. Yo, un mendigo, expulsado de mi patria cincuenta años atrás, me uno a las osadas Damas de Blanco en su súplica. Suplicamos como el ciego que no paró de llamar a Jesús y gritó más duro cuando le dijeron que se callara.
Así le rogamos en nombre de Jesús, con la esperanza que usted escuche nuestras voces sobre el barullo que hacen los que no quieren que ni se nos vea ni se nos oiga.
Humildemente suyo, en Cristo,
Carlos M. N. Eire
Profesor T. Lawrason Riggs de Historia y Religión
Yale UniversityTraducción: Fausta Rodríguez Wertz
martes, febrero 28, 2012
INCREIBLE
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